“Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. El comienzo de Ana Karenina de Tolstoi ilustra de forma muy acertada, en mi opinión, las cuestiones relativas a los problemas de desarrollo de las diferentes urbes del planeta y, muy especialmente, a sus retos de movilidad.
Vamos primero con las familias felices, para comenzar de forma más amable. En un mundo globalizado como el actual, no es posible sustraerse a la visión que transmiten las organizaciones internacionales de lo que, en un futuro cercano, debería ser una urbe previsiblemente feliz. Una visión que dichos organismos nos trasladan a través de un paraguas de Objetivos de Desarrollo (ODS) para construir sociedades sostenibles, inclusivas, cohesionadas y centradas en las personas. Paraguas bajo el que debería ejecutarse cualquier diseño de ciudad y, por extensión, el de su movilidad.
Es posible convenir que rediseñar urbes y áreas pobladas sobre esos cimientos es una excelente aspiración. Sin embargo, cuando ponemos el foco en el futuro, a veces olvidamos el escenario de partida. Y es aquí dónde entramos con las familias infelices. Porque cuando se trata de establecer la casilla de salida que define el nivel de infelicidad de las diferentes urbes (incluyendo su infelicidad en cuestiones de movilidad) todos ellas, sin lugar a dudas, son infelices a su manera.
Hay cuatro cuestiones que explican esas diferencias:
- La primera de ellas está relacionada con la distribución demográfica. En la actualidad, el 50% de los habitantes del mundo vive en ciudades. El 75% si hablamos de países del primer mundo. Asimismo, un 1/3 de ese total de población urbana (cerca de 1.200 mill habitantes) vive en asentamientos informales, es decir, núcleos de edificaciones autoconstruidas sin acceso a infraestructuras básicas[1]. Este segundo dato es menos conocido, aunque clave si queremos ser honestos en la definición del punto de partida.
- La segunda cuestión tiene que ver con las actividades de cada una de esas áreas pobladas. Una buena referencia de análisis para este asunto puede ser la perspectiva del economista Richard Florida según la cual existen cuatro grandes tipos de macro áreas pobladas en el mundo[2], tres de ellas de carácter urbano – Generadoras de innovación y conocimiento; Productoras, que fabrican y exportan bienes y servicios; Mega-cities del mundo en desarrollo, importadoras de bienes y servicios – y una cuarta de carácter rural, con baja concentración de habitantes y cada vez mayor desconexión.
- La tercera cuestión que hay que considerar es la escala. No es posible interpretar la movilidad de la misma forma en la escala de un barrio del centro o de la periferia de París o Madrid, en la de un asentamiento informal de Río de Janeiro o Caracas, en la de una ciudad como Amsterdam o Burdeos, o en la de urbes cómo Lima o Bogotá.
- La cuarta cuestión tiene que ver con la cultura en cada una de esas localizaciones, entendida aquí la cultura desde un punto de vista etnográfico[3], como una forma de segmentación que trasciende segmentaciones más clásicas basadas únicamente en aspectos socioeconómicos.
Si combinamos los cuatro elementos anteriores, no es desacertado concluir que las posibilidades de encontrar dos áreas idénticas, o incluso solo semejantes, es algo más que difícil. Y eso nos lleva de nuevo al origen de la cuestión. ¿Es posible determinar una meta semejante de evolución y, por ende, de movilidad para todas esas áreas? ¿Es posible definir hojas de ruta estándar que sirvan como referencia para ir de puntos de partida completamente diferentes a metas ideales semejantes?
La movilidad (cualidad de movible, según el diccionario de la RAE) es, ante todo, una noción eminentemente humana. Lo es porque favorece la interacción física entre personas, entendida como experiencia, y porque permite sostener las relaciones entre ellas y con las cosas que las rodean. Pero no solo es conexión física, es también conexión emocional. Un buen ejemplo de ello es la concepto de Tercer Espacio[4] que forma parte de todas las culturas y está presente, de una u otra forma, en todas las ciudades.
Diseñar movilidad es entender y empatizar con todos los aspectos de la cultura de un grupo/segmento de personas (tribu). Personas con niveles de frustración, dolor, necesidades y expectativas significativamente diferentes. Personas que esperan soluciones de movilidad diferentes, entregadas también de forma distinta.
Un Metro Ligero, un sistema BRT, un Metro convencional, o un Tren-Tram, por hablar de soluciones masivas clásicas, no son intercambiables entre áreas pobladas por mucho que clonar parezca el camino más rápido. Tampoco lo son los sistemas no motorizados o los multimodales que combinen varias de ellas. El diseño “inteligente” de la movilidad exige un pensamiento adaptado a cada grupo de personas y a su evolución (ha de ser también tolerante al cambio.) El problema es que ingenieros, consultores y expertos suelen creer, desde un cierto etnocentrismo, que existe un solo modelo de movilidad ideal al que deben tender todas las áreas pobladas, que solo hay una hoja de ruta para alcanzarlo y que una vez definidos modelo y hoja, éstos ya no pueden ser modificados.
La sostenibilidad (desarrollo que asegura las necesidades presentes sin comprometer las necesidades futuras) no es sinónimo de adaptabilidad[5] (capacidad de responder de forma ágil y con flexibilidad a los cambios). En mi opinión, no es posible diseñar soluciones de movilidad adaptativas que no sean también sostenibles, pero lo contrario sí puede ocurrir; de hecho, lamentablemente ocurre. El enfoque actual de la movilidad no es adaptativo (aunque presuma de sostenible) por variadas razones, entre otras, porque asimila movilidad con PMUS, largos e inabarcables, y con infraestructuras “faraónicas” que crean una foto fija a varios años vista, consumen recursos, hipotecan el futuro, castigan la flexibilidad y eliminan las oportunidades de cambio.
¿Es posible entonces re-pensar una movilidad adaptativa? La respuesta es SI. Solo es cuestión de romper inercias y pensar distinto. Pensar, por ejemplo, en redes y no en grandes corredores; en micro-movilidad en vez de en movilidad masiva; en soluciones “quirúrgicas” para resolver problemas concretos; en aprovechar soluciones existentes para propósitos alternativos; o en aplicar soluciones de otros sectores que han demostrado ser útiles.
El objetivo pasa por hacernos plenamente conscientes de las necesidades de movilidad de un segmento de ciudadanos, generar ideas creativas y convertirlas de forma sistemática en soluciones valiosas, viables, sostenibles y escalables. Pasa por construir urbes singulares con capacidad de integrar y escuchar “smart citizens”, optimizar recursos, maximizar resultados y generar experiencias de valor para sus ciudadanos.
Marcos de pensamiento ágil como SCRUM o enfoques como el Pensamiento de Diseño (Design Thinking), Design Sprint o Lean Startup[6], que se aplican desde hace un par de décadas en sectores completamente distintos, han demostrado que es posible trabajar en entornos de elevada incertidumbre construyendo, en cortos espacios de tiempo, soluciones centradas en las personas que pueden ser testadas de forma iterativa y puestas en funcionamiento de forma ágil. Permiten equivocarse rápido y barato. Enfocan los proyectos como un ser vivo que genera descubrimientos y mejoras sobre la marcha y gana velocidad y seguridad de forma progresiva.
Existe un amplio catálogo de antecedentes de Pensamiento de Diseño aplicado a la movilidad (aunque quizá los promotores no sabían que lo estaban aplicando). Son un buen ejemplo la movilidad peatonal tipo Walkway, las ciclovías, las flotas compartidas y eléctricas, o los sistemas de drones de carga. Pero también lo son la creación de autoridades integradoras, como el Consorcio Regional de Transporte de Madrid (CRTM) o la Autoridad de Transporte Única de Lima-Callao (ATU), o los procesos de formalización e integración consensuada de los sistemas informales de movilidad presentes en muchas ciudades de Latinoamérica. Todos ellos son una apuesta clara por entregar alternativas de movilidad innovadoras, ágiles y adaptadas a las necesidades reales de cada cultura y de cada urbe.
[1] Fuente: David Gouverneur. Professor at the Department of Landscape Architecture. MOOC Designing Cities. University of Pennsylvania
[2] Who’s your City? Richard Florida 2008
[3] Definida desde el enfoque de la antropología cultural, la cultura es un conjunto de relatos, ideas, creencias, expectativas y hábitos aprendidos, y socialmente adquiridos, que condicionan el modo de pensar, sentir y actuar de las personas que están en su ámbito de influencia.
[4] Este concepto fue inicialmente definido por R. Oldenburg en los años 80, para distinguir una localización en la ciudad distinta del hogar (1er espacio) y del lugar de trabajo (2º espacio), cuyo fin es el encuentro y la interrelación entre personas. El Ágora Griega o los Mentideros del s.XVIII de la Villa de Madrid son ejemplos históricos.
[5] La palabra inglesa que aplica en este caso es “responsive”, que aquí he traducido como adaptativa.
[6] A diferencia de los métodos habitualmente utilizados en el ámbito de los proyectos de obra civil, que están centrados en cuestiones técnicas y trabajan con la premisa de escenarios predecibles y plazos dilatados para la entrega de soluciones, los marcos de pensamiento adaptativos (o Agile) están centrados en las personas y basados en evidencias. Estos marcos son capaces de desenvolverse en escenarios de elevada incertidumbre, co-creando y testando soluciones con el usuario de forma iterativa, aprendiendo de forma progresiva y desplegando soluciones útiles en muy cortos periodos de tiempo.